Silencios Rotos

Puerto Guzmán, 21 de Febrero de 2019

Abuela,

Quizás debería haberle contado esto hace mucho tiempo, quizás si supiera, entendería mi rabiosa mirada con el mundo, mi llanto fácil en las noches o mis pocas ganas de vivir. Perdóneme que no hablara hasta ahora, pero no quería que cumpliera su amenaza y les hiciera a ustedes algún mal. Ha sido muy difícil encontrar las palabras y el valor para escribir esta carta, sé que ha pasado mucho tiempo, pero no puedo callar más este daño que cargo dentro de mí.

A mí sabe que no me gusta quedarme sola en la casa, por eso aquel día cuando el abuelo salió a cosechar unas yuquitas a la chagra, cerré la puerta de la casa y me llevé a Ariel conmigo, a jugar al patio de atrás. Enredábamos el tiempo con los hilos y las chaquiras de un nuevo collar, cuando la puerta en un sigilo se entreabrió. Pensé que habría sido cosa del viento, así que corrí a cerrarla de un salto, cuando el brazo de Don Álvaro me agarró. No pude gritar, ni correr, ni hacer nada. Me cargó por toda la casa, y con una mano atenazando mi boca para que no pudiera hablar, me llevó a la parte de atrás. Allí nos encerró a las dos en el baño, y vi, como sus manos gruesas y sucias tocaban todo el cuerpo de Ariel, todo. Fue entonces, cuando de un golpe le arrancó su vestido y en un movimiento rápido, se bajó los pantalones y ya se imagina usted que pasó…

Yo la miraba amordazada incapaz de hacer nada por ella. No podía moverme y tampoco despegarme de aquellas groserías que nos decía; ”tenéis que ser buenas chicas … solo quiero jugar un poquito”, ”si no se están quieticas, se buscarán problema”. Ariel no dejaba de llorar y mientras sus ojos se desencajaban de terror, él respondía con carcajadas al aire o con mayor ferocidad, hasta que me tocó el turno a mí. Abuela, fue horrible, se lo juro, y todavía hoy rezo para que ese olor suyo se vaya de mi. Aguanté sus caricias, aprentando mis dientes, con una fuerza inusitada en mí. Aguanté la fuerza excesiva de sus brazos, como si no sintiera ni una pizca de ese dolor. Y me dejé hacer… porque ya no reconocía aquel cuerpo como mío, abuela. Mi cuerpo ya no estaba. Mi cuerpo ya no era. Después de un rato, se incorporó a toda prisa por una voz afuera de la casa, y encajándose todavía la ropa por el camino se fue como si nada. Como si allí no hubiera sucedido nada.

Media hora tardé en volver en mí, con sus dedos todavía marcados en mi carne y el cuerpo desharrapado en mil espantos. Ariel lloraba sin consuelo, acurrucada con las piernas y los brazos encogidos sobre el pecho y la cabeza entre las manos. Yo no podía entender nada. No podía sentir mi cuerpo. Pasaban los días, y sin que usted se diera cuenta me dormía en lágrimas, viendo noche tras noche, una y otra vez, la misma imagen. La misma, porque no podía sacarme de la cabeza sus amenazas de que si hablábamos o nos soltábamos de la lengua, mataría al abuelo de un plomazo en el monte. En esas, Ariel comenzó a tener pesadillas y a mí me inundó el silencio. Y quise callar para siempre abuela, para que a ustedes no les hiciera ningún mal.

Perdóneme abuelita. Yo no quiero que se disguste conmigo o que piense que yo no quise contarle antes. El miedo no me ha dejado ni hablar, ni protestar, ni dormir por las noches siquiera. Pero ya no aguanto más este silencio que me asfixia, como si sus manos siguieran sofocando ese grito de auxilio, ni tampoco ese llanto manso en los ojos de Ariel.

Ya no más, abuelita. Ya no más…

 

 

*Este relato forma parte de Desde Adentro. Historias de mujeres valientes y resilientes del Putumayo de la Alianza de Mujeres Tejedoras de Vida del Putumayo, con el apoyo de Corporación Humanas y el «Programa de Justicia para una Paz Sostenible» de USAID.