Cuando escuché que se acercaba a la puerta de entrada, daba la vuelta a la cerradura y se guardaba las llaves en el bolsillo, supe que iba a sufrir y que acaso iba a morir de una manera horrible. Entre sus gritos cortando el sueño de la noche y unos pasos embriagados que avanzaban quebrando todo lo que encontraban a su paso, sucedieron los diez segundos más intensos de mi vida. Diez segundos en los que me aferré al tiempo y supe que todo futuro posible a su lado sería un infierno interminable.
Yo lo conocí en el campo cuando tenía apenas unos 20 años. Al principio todo era muy bonito, él era muy cariñoso y se portaba muy bien conmigo. En unos pocos años, ese ruiseñor plateado que me cantaba serenatas de amor florido desde el balcón se había transformado en una bestia. Y fue así como los días se tornaron en largos años, y las palabras bonitas en afiladas navajas. En unos días se cumplirán dos años de lo que ahora narro, de aquella aciaga noche en la que se quebraron los vidrios y ardieron los maleficios. Por eso la recuerdo… porque aquella noche me marcó como ninguna otra cosa, ni buena ni mala, en la vida.
Hacía una hora, que entre susurros y pies descalzos para no desvelar el sueño de mis hijos pequeños, habíamos terminado mi hija y yo de alistar la cocina para la jornada del día siguiente. Aquella noche, acribillada por el canto de los grillos, tenía ese olor a azufre al que huelen los días en los que la muerte anda rondando, invisible y sonriente. Había cerrado la puerta de la calle con llave y apilado para cada uno en su habitación la ropa limpia y los útiles del colegio. Me fuí a la cama, miré de soslayo la hora en el reloj de mi mesilla y sintiendo su lado vacio en la cama, me dejé vencer por el sueño. Entonces sentí el golpe, atronador contra la puerta de la casa, y se me detuvo el mundo para siempre.
A escasos metros, donde todos dormían, mi hija se levanta aterrada y grita: ¡Mamá, vete! ¡Mamá! ¡Mamá… te va a matar! Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo y a medio vestir salí a su encuentro. Estaba borracho, como tantas veces, fuera de sí. Y en mitad del pasillo, entre gritos y sueños rotos, me tropecé con su mirada y pude sentir su deseo de inscribir en mi cuerpo el frío filo de su machete… Fue entonces, en esos diez largos segundos, cuando me di cuenta de que mi vida, tal y como estaba transcurriendo a su lado, había llegado a su final. Mi vida ya no era. Lo supe inmediatamente. Supe que esto no era amor sino violencia; supe que, me había aferrado a él a causa de la juventud de mis dos hijos y al miedo a los comentarios de mi familia; supe que, yo no era culpable de sus agresiones y que en todos estos años, nunca lo había sido; supe, por fin, que mi vida corría peligro. Supe efectivamente, que me mataría.
Diez largos segundos los que tardaron todos en levantarse y en correr asustados hacia mí. Los vi llorar con sus ojos enpijamados, el rostro desencajado y una lenta mueca de horror. Vi un espejo interminable caer al suelo y a mi hija deshilacharse en la angustia de la inminente desgracia. Lo vi a él, de frente, con un machete venir hacia mí. Yo no hago nada, no miro a nadie, no tengo ojos que ofrecer al mundo, ni cuerpo ya con el que temblar mi propia muerte. Ante mi se abre paso el abismo del tiempo, fatal, resbaladizo, un viaje larguísimo que duró diez segundos de reloj, pero que, dentro de mi se convirtió en una película infinita de mi vida. Tan real, tan clara. Fueron los últimos diez segundos que le dediqué a las exequias de mi antigua vida, los últimos en los que me entregué a pensar en quien no sería nunca más.
Y me soñé, sonriente y bañada por los rayos del sol, flotando de camino a la iglesia con un vestido vaporoso color azul cielo. Trabajando en el campo con unos pies enraizados a la tierra fértil y unas ramas largas de almendro en flor. Vi a todos mis hijos en la casita jugando con su alegre alboroto entre el olor fresco a pan con café. Me sentí fuerte, grande como una ceiba, poderosa como un jaguar, mágica y llena de vida como la selva virgen de mi país. Y me sentí capaz, de salir del infierno con pies descalzos, de poner pan sobre una mesa hambrienta, de volver a empezar. Libre de culpa, libre al fin. Lo pensé de ese modo, con nitidez y como si hubiera estado masticando durante años y en silencio, todos los detalles de una vida que era la que yo en verdad quería. La que yo merecía.
Pero si seguía, qué. Qué importancia tenía mi vida para alguien quien me amaba entre insultos y ninguneos, para quien yo era una ”poca cosa”, un bulto de carga quien no merecía más que palos y olvido. Qué vida quería para ellos, mis hijos que ahora corrían para salvar mi vida entre el griterio, con sus sonoras bofetadas y sus correcciones a golpe de serrucho en las manos. Qué pensarían mis vecinos, acostumbrados a guardarme de la mala vida de las noches de trago, sospechándome loca o temerosa de los golpes de esta bestia ruin. Todos me lloraban ya, desde hacia años. Nadie, ninguna de todas las personas que me conoce, ha tenido pesadillas con estos gritos: sólo yo me he despertado transpirando durante años enteros, aguardando el día en que me mataría.
Nada bueno me dejó aquella noche, salvo aquellos diez intensos segundos. Es la velocidad de la desgracia la que hizo que el tiempo real se parará frente a mí y mi alma despertara de súbito, con pasmosa claridad, de un aletargado sueño. Mi vida tal y como la conocía había terminado. Para siempre. Han pasado ya dos años de aquel día, en el que me aferré a la vida saltando al abismo que me brindó una ventana. Aquel día, y aquellos diez segundos, son los que hoy celebro con la misma intensidad con la que celebro el día en que salí con un grito eufórico de vida del vientre de mi madre. Aquel día, en esos diez largos segundos, decidí volver a vivir.
*Esta historia forma parte de la publicación «Desde Adentro. Historias de mujeres valientes y resilientes de Putumayo» de la Alianza de Mujeres Tejedoras de Vida, apoyado por la Corporación Humanas y financiado por el Programa de Justicia para una Paz Sostenible de USAID.
Texto: Paula Fernández Seijo
Ilustración: Jennyfer Ordóñez